Carlos Granés es uno de los escritores más influyentes del momento. Su libro Delirio Americano analiza la conexión entre los movimientos culturales latinoamericanos y la política.

Tomado de la Silla Vacía. -Carlos Granés es uno de los escritores más influyentes del momento. Su libro Delirio Americano analiza la conexión entre los movimientos culturales latinoamericanos y la política.

Carlos Granés nació en Bogotá, en 1975. Se doctoró en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid. Estuvo becado en la Universidad de Berkeley, California, donde finalizó su tesis sobre Antropología del arte, a la que posteriormente se le otorgó la máxima calificación (cum laude) y el Premio Extraordinario de Doctorado.

Plantea que el Siglo XX aún no termina en el continente y que los intentos latinoamericanos de encontrar soluciones propias a los problemas propios se traduce en la legitimación de caudillos, populistas y autoritarios.

Granés conversó con Luis Guillermo Vélez y Alejandro Lloreda en Déjà vu, el pódcast de La Silla Vacía, que revisa la coyuntura política con el espejo retrovisor de la historia.

Hablaron ampliamente de cómo en Colombia no ha existido una tendencia anti-yanqui en la política, mientras que sí ha habido un caldo de cultivo propio para el populismo, a través de figuras que van desde Jorge Eliécer Gaitán hasta Gustavo Petro, pasando por Álvaro Uribe.

Este es un extracto de la entrevista que puede escuchar ya en todas las plataformas de pódcast.

Háblanos un poco de esta idea que tienes del largo Siglo XX latinoamericano que empieza precisamente con la guerra española, entre Estados Unidos y España en 1898 y que parecería no acabarse.

Digamos que uno puede medir los siglos por el número de años, pero también por las obsesiones que consumen los esfuerzos de una población. Y yo creo que las obsesiones, las ideas, las preguntas, los interrogantes que se gestaron en esa fecha crucial en 1898, no los hemos resuelto y seguimos pensando en ellos.

Siguen obsesionándonos y siguen determinando muchos aspectos de nuestra vida cultural y política. Por eso creo yo que empezamos el Siglo XX de forma un tris anticipada y aún no hemos logrado salir de él, porque seguimos dándole vueltas a los mismos problemas que incubó ese hecho traumático que fue la guerra entre Estados Unidos y España: el fin de las colonias españolas en el Caribe y la nueva presencia amenazante de una potencia que fueron los Estados Unidos con las derivaciones ideológicas que se produjo, en especial el anticomunismo o el antiimperialismo.

¿Qué impacto tuvo el político y poeta José Martí en el pensamiento latinoamericano en las primeras décadas de este largo Siglo XX latinoamericano?

Martí fue una figura crucial en muchos sentidos. Él, recordémoslo, es el último libertador. Él muere intentando liberar a Cuba del Imperio español. Es decir, de alguna forma es hermano de sangre, de San Martín, de Bolívar, de Hidalgo, de Morelos, que lo antecedieron 80 años en sus luchas.

Sin embargo, como Cuba permanecía como última posesión en el Caribe de España, a él le tocó ejercer ese rol tardío. Pero, por otro lado, también fue un poeta supremamente interesante. Él abrió un nuevo periodo estético en América Latina. Y además de eso, fue un ensayista de primer nivel que vaticinó con mucha lucidez lo que iba a pasar en el largo Siglo XX latinoamericano: Estados Unidos iba a dejar de ser un vecino amable y se iba a convertir en una amenaza para el continente.

Él reaccionó a los intelectuales de su época, que eran los positivistas, que eran liberales en tanto en cuanto creían en el progreso, creían en la ciencia, creían en la técnica, pero eran conservadores porque creían de la posibilidad de imponer sistemas democráticos y constitucionales en los países. El ejemplo por excelencia es Porfirio Díaz, en México.

¿Cómo se va materializando esta idea de Martí? Martí muere y tú hablas mucho en Delirio Americano sobre este gran hilo conductor de esta idea martiana que es el arielismo, que es esta contraposición a lo norteamericano frente a lo autóctono latinoamericano.

Martí, en efecto, no logra ver a su querida Cuba independizada. Muere en el 95 en su primer combate. Pero sus ideas sí quedaron. Se mezclaron o se fundieron con las de un ensayista uruguayo que vendría a ser, digamos, el pensador más influyente de al menos la primera mitad del Siglo XX. Fue José Enrique Rodó, también muy traumatizado por la nueva presencia yanqui en el contexto caribeño, y empieza a hacer toda una cantidad de reflexiones que van a tener un impacto brutal.

Rodó retomaría esta diferencia entre lo latino y lo sajón y va a intentar unificar a nuestro continente, inventando una identidad no solamente cultural, sino que brota de lo que él llama el espíritu de la raza. Es decir, los latinos tendríamos una raza que nos inclinaría voluntariamente hacia el ideal, hacia las altas creaciones del espíritu. El arte, la política de ideas, la religión, la ciencia, quizás, y que nos diferenciaría del espíritu sajón, que sería lo opuesto, un espíritu más bien terrenal, pragmático, utilitario, dado o hábil para copiar e imitar, pero nunca para crear.

Esta diferenciación entre lo latino y lo sajón no habría tenido tanto problema si no se hubiera colado un segundo elemento, y es que los sistemas políticos de ambas razas tendrían que ser inevitablemente distintos.

Al sajón le valdría bien la democracia liberal, porque era finalmente un ser mediocre, acostumbrado a dejarse tiranizar por la medianía y por el número. Mientras que los latinos tendríamos que establecer sistemas más bien jerárquicos, gobernados o regidos por aristocracias del espíritu, por grandes visionarios del ideal, capaces de saber conducir a las sociedades hacia destinos más gloriosos, más dignos para la raza latina.

Esto va a marcar una diferencia tremenda y va desde 1900 a enemistar a América Latina con la democracia liberal. Y ese va a ser el gran error de José Enrique Rodó.

¿Cómo se materializa esta idea de Rodó, del arielismo, conforme va entrando el Siglo XX?

Lo primero que imprime Rodó es un interés brutal por América Latina, igual que Martí. Los dos confluyen en obsesionar a los jóvenes poetas en investigar América Latina. Si nos fijamos en la generación previa, en la modernista, lo que los caracterizaba era justamente no interesarse por América Latina.

Después, todos los poetas van a empezar a politizarse primero, empezando por Rubén Darío y a obsesionarse por América Latina, por la historia de América Latina, por sus instituciones, por sus hombres vernáculos, por su fauna, por su flora, por sus héroes.

Y van a aparecer dos personajes muy interesantes: un peruano José Santos Chocano y un argentino Leopoldo Lugones, que haciendo este tipo de investigaciones, van a empezar a forjar proyectos políticos totalmente antidemocráticos.

Lugones va a rescatar a la figura del gaucho como el gran héroe que logró emancipar a Argentina o al Río de la Plata del invasor español. Va a actualizar su figura en la imagen del militar de los años 20, con la espada que va a purgar Argentina de la ola de inmigrantes que están llegando huyendo de las guerras de la Primera Guerra Mundial y que están contaminando la nacionalidad argentina con anarquismo, judaísmo y socialismos y marxismos.

Entonces, la primera consecuencia que va a tener esta búsqueda de lo netamente americano va a ser la creación de fascismos latinoamericanos.

Una de las tesis que vemos en Delirio Americano es que Colombia va en contra corriente de muchos de estos temas de la historia latinoamericana. ¿Qué sucedió en Colombia en este sentido?

Colombia tuvo un desarrollo casi que a contracorriente del resto de América Latina. En determinados instantes históricos sí confluyó con las corrientes intelectuales y artísticas predominantes en el continente, pero durante otros momentos pareció estar al margen. Nuestro arielismo fue débil. No tuvimos este furibundo antiyanquismo, no cuajó con mucha fuerza en territorio colombiano.

Estos movimientos tampoco pegaron con mucha fuerza en Colombia. Sí hubo una generación que somatizó ese cambio juvenil de la época, que fueron los nuevos. Y dentro de los nuevos hubo una tendencia izquierdista con Luis Vidales y una tendencia derechista con los leopardos, pero no fueron o no tuvieron el impacto continental de un Santos Chocano o de un Leopoldo Lugones.

Fueron, digamos, más tímidos en sus propuestas y finalmente no ganaron. Fueron al menos leopardos reducidos dentro del Partido Conservador por el mismísimo Laureano Gómez, que a pesar de su conservadurismo, no fue fascista, al menos en ese período.

¿Por qué no terminó ocurriendo?

Me cuesta encontrar una razón clara. A diferencia de los otros países latinoamericanos, Colombia se caracteriza por no haber desarrollado un nacionalismo muy agresivo. Si pensamos en México, en Argentina, en Brasil e incluso en Ecuador, hubo movimientos nacionalistas bastante más fuertes que en Colombia.

Y la prueba de que somos poco nacionalistas es que un gobierno de derecha como el de Iván Duque nacionalizó o regularizó a 2 millones de migrantes. Eso en el contexto actual latinoamericano ningún gobierno de derecha lo habría hecho.

Pero en Colombia ocurren este tipo de cosas, lo cual demuestra que no tenemos una idea nociva y esencialista de la de la nacionalidad colombiana y que, por el contrario, estamos más abiertos.

La ausencia de nacionalismo nos hace menos vehementes en nuestro afán de pureza y en nuestro celo a la corrupción yanqui. No nos hace más permeables a la influencia de ideas liberales y de ideas capitalistas. Y en Colombia estas ideas digamos que tuvieron cierto arraigo.

En los años cuarenta arranca lo que es el fenómeno paradigmático de América Latina, que es el populismo. ¿Cómo comenzó y dónde comenzó el populismo de los años cuarenta y qué impacto tuvo en Colombia?

El populismo empieza después de un periodo de autoritarismo muy bestial. Toda la década de los años 30 y hasta finales de la Segunda Guerra Mundial estuvo marcado por los golpes de Estado desde Guatemala a Argentina, de militares muy influenciados por el nacionalismo y el fascismo de Mussolini.

La Segunda Guerra Mundial, por supuesto, deslegitima esta forma de gobierno, luego eso hacía inviable mantener en América Latina un sistema de gobierno que se había ayudado a combatir y a derrotar en Europa.

Se abre entonces una ola democratizadora, un periodo de afán democratizador, que es más bien impuesto por las circunstancias históricas.

No significa eso que los protagonistas de esta nueva ola vayan a ser demócratas y mucho menos liberales. Esto coincide con un momento muy particular de la historia latinoamericana o en realidad de la historia occidental. Es el momento del gran flujo de masas a las ciudades y hay un nuevo actor importante en la política, que es el trabajador urbano, que es el obrero que va a formar parte de ese de esa entidad política que cobra mucho protagonismo, que es la masa.

Y estos exdictadores van a seducir a esas masas de forma muy efectiva, con medidas que incluso los beneficien notablemente y eso les va a permitir ganar elecciones democráticamente para luego permitir que su instinto autoritario aflore e iniciar una demolición de las instituciones democráticas desde dentro.

El dictador ya no va a llegar a Palacio con un tanque, sino que va a ganar unas elecciones. Y apelando a pequeños trucos o triquiñuelas judiciales, va a empezar a cooptar a las otras ramas del poder y a las otras instituciones. Esa va a ser la gran clave del populismo. Va a mantener formas democráticas, pero su ADN va a ser supremamente autoritario.

Ya entrando en los cincuenta, en 1959 entra el ejército de Fidel Castro a La Habana y triunfa en Cuba. ¿Cuál va a ser el impacto de la Revolución cubana en la región?

Va a tener un impacto descomunal. Va a poner fin a la ola democratizadora que empezó en 1944, 1945. Castro y sobre todo (Ernesto “el Che”) Guevara va a legitimar de nuevo el uso de la violencia para llegar al poder.

Antes de ellos, quienes lo habían legitimado, sobre todo, habían sido los fascistas, incluso los clérigos fascistas o los sacerdotes fascistas argentinos. Y con Guevara lo vamos a volver a ver ya no desde la derecha, sino desde la izquierda, pero va a ser exactamente lo mismo.

Otra cosa muy interesante es que si el Ariel de Rodó fue el libro más importante o más influyente en la primera mitad del siglo 20, desde 1960, el relevo lo va a tomar Guerra de Guerrillas de Guevara. Y si uno examina bien ese libro, dice prácticamente lo mismo. Tiene matices, por supuesto, y tiene está escrito un contexto muy distinto.

Es un llamado a la acción y es un manual práctico, por supuesto, pero en su parte teórica recuerda mucho al arielismo. Rodó decía que el espíritu latino se inclinaba al ideal y que el joven latinoamericano tenía que vivir según ideales. Guevara va a decir o va a complementar esa frase con la siguiente: “el joven latino o el guerrillero no se debe contentar con vivir a la luz del ideal, sino que debe estar dispuesto a morir por el ideal”. Mete este elemento mórbido que también es un llamado a la acción y que es una apuesta del todo o nada por convertir los sueños en realidad. Es decir, por bajar el cielo a la tierra.

Eso es algo que caló hondamente en Gustavo Petro, como vimos en su discurso del 1 de mayo: la exaltación de la lucha armada y de la insurgencia. Eso no ha terminado. Es un capítulo que no hemos cerrado en Colombia.

No lo hemos cerrado. En eso también nos diferenciamos mucho del resto de América Latina, donde la caída del Muro de Berlín sepultó esa etapa. Es evidente que la lucha guerrillera no tiene ningún tipo de sentido, no tiene combustible ideológico, no tiene justificación histórica y muere en todo el continente, menos en Colombia y menos en México, con esa particularidad que ocurre con esa excentricidad guerrillera que es el subcomandante Marcos.

Pero es Colombia el país donde, también por cuestiones históricas, la guerra de guerrillas pareciera que se salta los escombros del Muro de Berlín y sigue andando como si el mundo no hubiera cambiado. Si hay un país en donde el Siglo XX desde luego no ha acabado, es el nuestro. Todavía tenemos a gente en el monte luchando por sueños, ideales y utopías que fueron erradicadas desde sus cimientos en el resto del mundo.

En Delirio Americano hay un paralelismo muy interesante. Es una continuidad de este paralelo que se ve desde el Siglo XIX entre el positivismo y lo que uno podría llamar el arielismo o martínismo. Estas dos corrientes se personifican en dos titanes de la literatura latinoamericana que son Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Tienes ahí unas páginas en el libro donde los comparas a los dos.

Eso es un fenómeno muy interesante el que se gesta en esa generación de escritores, porque todos son antiimperialistas inicialmente y no todos están muy influenciados por la historia previa. A nivel político también son supremamente interesantes.

Vargas Llosa va a empezar a buscar nuevas ideas que reemplacen su credo socialista, su credo latinoamericanista y se va a encontrar con el liberalismo anglosajón. Mientras que García Márquez va a empezar a rescatar ese mundo novísimo martiniano y de alguna manera va a reclamar para América Latina la soledad.

No es gratuito que la palabra soledad aparezca con tanta importancia en los títulos de García Márquez, no solamente en su novela, por supuesto, sino en su discurso del Nobel.

Su discurso del Nobel me parece que es un texto también supremamente influyente. Se llama La Soledad de América Latina. Este es un discurso que dirige a una audiencia europea, sabe que el mundo entero lo está escuchando y les dice a los europeos que no pueden pedirle a América Latina que se adapte a sus parámetros morales y políticos. Que así como valoran la creatividad literaria del continente, también deberían valorar la creatividad política mediante la cual estamos intentando encontrar soluciones nuestras a nuestros problemas. Es un giro de tuerca a Martí.

Y si uno lee entre líneas ese discurso de García Márquez, aunque no lo menciona, lo que se vislumbra es que la sombra de Castro hasta hoy le está diciendo a los europeos “no juzguen a Cuba, no juzguen a la Revolución cubana, porque la Revolución cubana es nuestra forma de llegar a la democracia. Puede que sea lento. No nos pidan que nos adaptemos a sus ritmos, porque nosotros estamos viviendo nuestro propio medioevo”. Eso lo dice en El General en su Laberinto. Pero es una idea que también se vislumbra en este discurso.

Vargas Llosa va a decir “nada de eso. No estamos solos, somos parte de Occidente, no tenemos que inventar la rueda de nuevo, no tenemos que pasar por un periodo esclavista, pedalista, caudillista, autoritario. Podemos ver que ha funcionado en otros lugares”.

Nuevamente, es el mismo debate, el mismo debate en el que empezamos.

Conectemos esto con Gustavo Petro.

Gustavo Petro es desde luego nuestro populista, digamos más conspicuo. No es la primera vez que hay populismos en Colombia. Estaba el dictador (Gustavo) Rojas Pinilla. Y después, claro, vino (Álvaro) Uribe, quien hablaba del estado de opinión, que es una forma de convocar al pueblo.

Se refieren, justamente a lo mismo, a ese factor constituyente del que habla Petro hoy en día, del apoyo popular. Si un caudillo tiene el apoyo popular, está prácticamente inmunizado contra cualquier otro sistema normativo o institución que pretenda frenar su visión, sus planes.

Mencionas, Carlos, a Petro como el último de esta tanda de políticos-poetas ¿Puedes expandir un poco en esta idea de Petro como un creador, que ve su gesta casi que literaria?

Si recordamos las últimas páginas de las de las memorias de Petro, en donde habla de la campaña presidencial que lo llevó al poder, él se refiere a esta campaña como la campaña mágica.

Pero lo suyo, lo de él y lo de todo populista, es la palabra hablada, la oratoria. Tienen un efecto similar: crean magia. La magia del populista de balcón, que con su oratoria cautiva a la masa, consiste en que transforma al átomo social en algo más grande que él.

Digamos que la acción directa de la masa, los hechos consumados por la masa, son lo que cambia la historia dentro de la mentalidad de Petro. Entonces, por supuesto que para esto se necesita un demiurgo, un mago de la palabra que obre ese milagro, que convierta al individuo, al ciudadano, el pueblo en masa.

Petro, como todos los populistas, cree ser la cabeza de un órgano compuesto por el pueblo. Él, como guía, es la persona que tiene la visión, que sabe exactamente cuáles son las opresiones que hay que superar. Sabe exactamente cuáles son las reformas que hay que producir y lo único que necesita es apoyo popular.

Solamente necesita ese factor constituyente, ese factor pueblo, masa, multitud, músculo callejero que lo apoye para que logre conducir al país allí adonde lo quiere llevar.

En ese sentido, es claramente un demiurgo, porque no acepta que se haya hecho nada bien antes que él. En su discurso creo que fue en Cali, ya no solamente hablaba de los 200 años de opresión oligárquica republicana. Se remitía a la colonia y se mencionaba o se autonombraba como el caudillo que iba a liberar a Colombia después de 500 años de opresión.

Luego eso da a entender que en 500 años no ha pasado nada bueno, no se ha hecho absolutamente nada que merezca la pena continuar o conservar. Y por eso puede llegar un líder martiniano en este sentido, un líder creador refundacional, a tirarlo todo abajo y a plantar los nuevos cimientos de un nuevo mundo.

La gran pregunta acá es si refundar el país después de 500 años lo va a lograr hacer en dos años.

Son utopías que llevan a la frustración y a la melancolía y al victimismo, por supuesto. Porque nunca un populista va a aceptar que su visión de totalidad, su sueño de transformación integral, es un proyecto abocado al fracaso. Que es un imposible que la paz total, que pacificar no solamente a Colombia, sino a Ucrania, al Medio Oriente y erradicar el mal del alma humana, eso es, digamos, la mejor forma de fracasar con grandilocuencia.

Lo sensato para un gobernante es escoger muy bien los problemas que quiere solucionar y encontrar recetas efectivas y mediante ensayo y error, ir viendo qué funciona y qué no funciona. Querer atacar todos los problemas humanos en cuatro años de gobierno, desde un balcón con una retórica y una poesía mala, cursi, pues es la mejor receta para el fracaso.

Pero claramente ningún populista, como ningún poeta, va a reconocer que su obra es mala.

Esto nos da también una idea de lo difícil que va a ser para un presidente como Petro poder llegar a acuerdos políticos o buscar ya unos temas más prosaicos en su agenda, porque bajar a los problemas del día a día va a ser muy difícil.

Sí, y también después de llamar a sus opositores “esclavistas” y “masacradores” pues hacer un llamado a la unidad nacional es un canto de cisne, es absurdo. Uno no se sienta con esclavistas y masacradores a hacer un acuerdo nacional. Luego o son masacradores o son adversarios políticos con los cuales se puede sentar a plantear reformas.

Bogotá, D. C, 20 de mayo de 2024

 

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