José G Hernández

Por José G. Hernández*.-    A la Corte Constitucional ha sido confiada la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución. Se trata de una función esencial para la existencia de un auténtico Estado Democrático de Derecho. Su existencia y respetabilidad se justifican no solamente en cuanto ha sido concebida para garantizar que los principios y normas fundamentales tengan efectiva realización y con miras a que no resulten burlados por las otras ramas del poder público mediante la expedición de disposiciones contrarias a aquélla, bien por vulnerarla de fondo, ya por desconocer los trámites y requisitos de orden formal exigidos por el Constituyente.

Como resulta del concepto mismo del control de constitucionalidad, se trata de una función jurisdiccional orientada a resguardar la supra legalidad y el imperio del máximo estatuto normativo en el Estado de Derecho. La Carta Política no puede quedar inaplicada por la vigencia de normas inferiores que le son opuestas, toda vez que, si así ocurriera, predominaría el precepto inferior y quedaría escrito el de máxima jerarquía, lo cual desvirtuaría el carácter supremo de la Constitución y llevaría a la inutilidad de las funciones de defensa constitucional y de la propia Corte.

De allí la trascendencia de la actividad que cumple el tribunal encargado de preservar el ordenamiento básico -en nuestro caso, la Corte Constitucional-, en cuanto sus decisiones -las de mayor nivel y jerarquía en el ámbito jurisdiccional- hacen que sean respetados los valores y postulados en que se funda el sistema jurídico y determinan la validez de las disposiciones inferiores. Por ello, en virtud del control abstracto de constitucionalidad, ese tribunal no propone, sino que resuelve, con fuerza de cosa juzgada, si las normas o estatutos que apruebe el legislador -ordinario o extraordinario-  deben permanecer en vigor y seguir obligando, o si han de ser retirados del orden jurídico, perdiendo vigencia por contradecir la normatividad fundamental.

Ante algunas propuestas -de ahora (como las relativas a la ley de financiamiento) y de antes (recordemos las diatribas contra decisiones como la que declaró la inconstitucionalidad del sistema Upac o contra las que han defendido un mínimo que mantenga el poder adquisitivo de los salarios)-, propuestas que invitan al prevaricato y que, con gran ignorancia de los aludidos principios,  pretenden forzar a la Corte Constitucional a consultar  los efectos económicos de sus sentencias, para que resuelva según ellos y no de conformidad con el Estatuto Fundamental que está obligada a defender, debemos recordar que los magistrados de esa corporación han jurado defender las normas supremas, no los intereses partidistas, gremiales, individuales o de otro tipo, de suerte que los intentos de manipular sus sentencias,  por cualquier medio,  resulta inadmisible.

No se olvide que un fundamento esencial de la democracia es el respeto a los jueces -con mayor razón si se trata de los de máxima jerarquía- y que la presión sobre ellos, con el propósito de desviar sus decisiones para que no resuelvan en Derecho, o con el fin de culparlos de catástrofes si sus fallos son en determinado sentido, no solamente constituye falta de respeto sino ataque muy grave a la vigencia del Estado de Derecho.

Desde luego, siempre con respeto, cabe la crítica posterior, en la Academia y la doctrina, sobre los fallos y la jurisprudencia. Nadie desconoce que fallos equivocados que deben ser corregidos, pero ese es otro asunto.

La Corte Constitucional, como los demás altos tribunales, debe obrar con independencia, sin atender ataques ni lisonjas, y fallar exclusivamente en Derecho y con arreglo a la Constitución.

Bogotá, D. C, 9 de octubre de 2019

*Expresidente de la Corte Constitucional  

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